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FACAO-Federació d'Asociacións Culturáls de l'Aragó Oriental

Las Cuatro Estaciones de Torrevelilla

En un lugar de Iberia de cuyo nombre sí quiero acordarme, y a fe mía que lo hago a cada instante, vivieron no hace tanto tiempo unas gentes inmersas en los más sublimes proyectos que el ser humano ha concebido. Sus quehaceres iban encaminados hacia dos esenciales metas:  supervivir y consolidar su patria chica enclavada en un ignoto lugar del Bajo Aragón llamado Torrevelilla.  Y así, día a día, con sencillez y sin rocambolescas ambiciones, vivían felices en medio de un piélago de penalidades y penurias por el que tenían que navegar.  De este modo y manera engrandecían poco a poco su pueblo para los tiempos venideros, pensando en sus hijos y en los hijos de los hijos de sus nietos. La empresa para ellos era eterna, porque su presente era el futuro y porque, en realidad, el paso del tiempo tenía escasa importancia.  Consolidaban ese día a día con una argamasa de penas y alegrías, temores e ilusiones, éxitos y desengaños.  Sus raíces eran cada vez más robustas y profundas, para absorber la esencia y la energía de la tierra.  De su tierra.  La vida en hermandad era el baluarte de la pelea.
     Cual heroicos Argonautas también el firmamento marcaba su rumbo. La preocupada mirada de unos ojos centelleantes en un duro, anguloso y enjuto rostro, que el sol y el viento templaba, se clavaban constantemente temerosos en el inmenso cielo.  Trataban de leer y descifrar los mensajes de la madre Natura.  La brisa, las nubes, el olor de la tierra y del aire y los mismos animales y plantas...  Todo les hablaba con elocuencia. 
     No ha habido jamás ser alguno, de ninguna religión o confesión, que haya implorado más que ellos.  Ahora pidiendo que la benefactora lluvia regase sus campos, o los del amo y señor que les daba a ganar el pan de cada día; ahora demandando que el agua no fuese excesiva y anegase o aguachinase los cultivos; ahora rogando que el pedrisco no destrozase las cosechas en las que habían confiado durante todo un año de arduo trabajo y que les habrían de permitir subsistir otro más; ahora que fríos tardíos no helasen las flores de los árboles o los pequeños frutos recién nacidos.  Otra vez que las plagas no terminasen con los cultivos y la peste con los animales o con sus vidas.  También para dar gracias al Todopoderoso, o preguntar al Cielo “por qué”, cuando las cosas no iban bien o los aconteceres y “hados” de la diosa Fortuna, naturales o humanos, eran nefastos.  Otrora...  Y así las súplicas se hacían cotidianas, permanentes e interminables, porque siempre había un perentorio problema que resolver, un desasosiego que calmar o un temor que disipar.  Éste era su sencillo entorno vital y sociocultural.

Aquellos hombres, mujeres y niños, se desarrollaban y evolucionaban en un caldo de cultivo espeso pero maravilloso; respiraban toda la esencia del lugar.  Vivían inmersos en el espíritu sacro que les dio su nacimiento.  Conocían y sabían de su pueblo, de su entorno, de sus gentes y de sus campos.  En una palabra, eran de su pueblo, porque el pueblo les pertenecía y ellos pertenecían al pueblo y al poblado. No conocían ni temían el fracaso.  En su vocabulario no existía esta palabra.  Porque sabían que el único que alguna vez no fracasa, es el que no lucha.  Y la lucha es algo implícito a la Creación, y por ende al hombre.  Su resistente naturaleza y experimentada vida les había hecho intuir que tal contrariedad, cuando se presenta, ayuda a ser humilde y tolerante, prudente y realista; da la dimensión real de las cosas, personas y hechos; enseña la pedagogía del dolor y el sufrimiento, señala la vertiente de la superación, fortifica la voluntad y prepara a nueva lucha, facilita la madurez, templa el espíritu, sitúa en su medida nuestro orgullo y prepara para mejores acciones.  Ésta era pues su filosofía de vida.  Entendían a la perfección lo que significan palabras como “hermano”,  “vecino” o “sangre”...   Lo aprendieron en la universidad más maravillosa y en la mejor aula: su bravío y gran corazón.
     Disfrutaban saboreando siempre la Vida.  Percibían la variedad del colorido existencial en cada estación del año.  Siempre era todo diferente en medio de la monotonía de los ciclos naturales, porque se habían prometido y esperaban que el año próximo fuese mejor.  Todos los días aprendían algo nuevo, al percibir y apre-hender las sensaciones que cada estación les deparaba.  Esperaban con anhelo e incertidumbre la llegada de cada una de ellas, para disfrutarlas y recordar vivencias ya casi olvidadas en un solo año, con el alma preñada de nostalgias y el corazón rebosante de ilusiones.  Los sentidos se embriagaban con las cotidianas sensa-ciones.


 
     La llegada de la Primavera henchía los pechos con aire renovador, y la naturaleza y el espíritu despertaban del letargo invernal.  La “rueda de la vida” comenzaba una nueva vuelta, con la esperanza de que todo tomase también un nuevo y mejor giro para aquellos torradans. 
     Los árboles más diligentes lanzan ya al aire sus nuevos y verdes brotes.  Los demás muestran con timidez las casi invisibles yemas.  Hay ya almendros con flores en sus aún  desnudas ramas.
     Los campos de cereales se vestían de lujo con un traje verde, vivo, color de esperanza, semejando lagos o mares que mueven sus ondulantes aguas impelidas por la fresca brisa.  Y en verdad que eran tan valiosos como un mar de ricas esmeraldas.  Realzaban este bello paisaje, de abigarrado colorido, las más diferentes flores de herbáceas, y los matorrales y árboles ofrecían el mismo tributo.  Muchas de aquellas apreciadas y tiernísimas plantas eran alimento tanto de animales como de humanos, y eran además la botica en la que más se confiaba.  El famoso hongo o fongo, las guindas en aguardiente, el beleño; las tisanas de tomillo y romero, de te de roca, de manzanilla, de higos secos y miel, de hojas de olivo, de tila...
     Acudían a la cita las rojas amapolas o ababols, las blancas coles silvestres, las moradas piñas de los cardos campestres, la amarillas y dulces barbas de cabra, la floreta groga, motarrais, rabanices, conillets, fonoll, ciduricha, herba bona y menta...  Los frutales tempranos, almendros o armelés, cerezos o cirerés,  presquilleras y melocotoneros o presegués, los albaricoqueros o abrecoqués...  Y sobre todos ellos resaltaba la belleza de los extensos romerales o romerals, de los humildes tomillos o timons, del altivo espliego o lavanda, de la hiriente aliaga o archilaga, los olorosos enebros o chinebres...  El oscuro verdor de los pinares marcaba el contorno...; era un decorado perfecto para tan hermoso escenario de vida.
     Mil aromas y fragancias invadían a los probos campesinos y pastores en cuanto abrían sus rudimentarias ventanas o ponían los pies -calzados con alpar-gatas de lona y suela de cáñamo o con albarcas- en las polvorientas o embarradas calles, ribeteadas de las más variopintas hierbas: malvas, espigas silvestres y avena loca, margaritas... Yerbas buenas y malas, pastizales, sembrados, flores...  Al acariciarlas, al tocarlas o incluso al romperlas o estrujarlas con las manos, dejaban constancia y memoria de su perfume; tanto si era su cuidador como si era su verdugo quien a ellas se acercaba.  Y una vez tronchadas, y hasta una vez secas, seguían regalando sus maravillosos efluvios.  “In Arcadia ego...”.
     La expresión yermo apenas tenía significado.  Se robaba al cabezo y al monte tierra para hacerla cultivable.  Los pinares, montes y campos estaban poblados por perdices o perdius, tórtolas o tortoletes, palomas y palomas torcaces o palomes y torcazos, tordos o torts, estorninos o estornells, tordas o tordellas, gorriones o pardals y pájaros de todas clases,  urogallos o gallines ciegues, búhos o bufos, mochuelos o muzols, lechuzas o lechuces, cuervos o corps, buitres, águilas, halcones y milanos o falcons y esparvés, gatos monteses o gats xervals, jinetas, mangostas o mustiales, zorras o raboses, liebres o llebres, conejos o conills, ardillas o esquirols, jabalíes, benéficas y odiadas serpientes o serps, erizos..., verdaderos cangrejos de río y peces o peixos en el Mezquín...  Todas las criaturas disfrutaban de la pureza natural, sin miedo a los pesticidas, herbicidas y contaminaciones; y todas despertaban y bullían con la llegada de la Primavera, para el deleite y el disfrute de los humanos.  Cuando Dios creó Torrevelilla, debía estar pensando en el Paraíso...
     La música del silencio, el grito de las rapaces, el canto de las aves silvestres y de corral, el rebuzno de las bestias de carga, el murmullo del suave viento al pasar entre las hojas de los árboles, el sordo zumbido de los insectos, los sonidos cantarinos y lejanos de las esquilas de ovejas y cabras...  ¡el canto de una jota!... Era la gran orquesta que entonaba el hermoso himno de la alegría de vivir.
     Las abejas mariposeaban por doquier en busca del preciado néctar de las innumerables y diversas flores, sobretot dels armelés, romés y timons, para enriquecer sus despensas y las de los habitantes de aquellos parajes. Bellas mariposas descollaban en el bucólico colorido...


 

 
     Al final la Primavera regalaba el paladar  el sabroso frescor de las tempranas y agridulces cerezas.  Las caballerías y carros de labranza transportaban cestas llenas de tan acuoso fruto y se adornaban con ramas verdes, rebosantes, a carrolls, de pequeñas frutas blancoamarillentas y púrpuras.
     El penetrante e inconfundible aroma a paja seca tipifica la llegada del Verano.  La siega comienza y los rastrojos y montones de mies exhalan fragancias como un cántico de complacencia, porque el augusto instante de la recolección del fruto de tantos sudores, como pregona la bravía jota, ha llegado.  Atrás quedan olvidadas las duras faenas de la labranza, acondicionamiento y preparación de la tierra y siembra.  Se oye, tal vez, el primer “al añ que ve...”, exclamado por un acartonado, curtido y encanecido labrador de anguloso rostro y edad indefinida.  Pero al año que viene... ¡Dios dirá...!. 
     Ahora hay que cortar las largas pajas que sostienen las áureas panículas de granos, para convertirlos en harina de blancura inmaculada, que se transfigurará en ese deseado pan de cada día.  Las pajas trituradas y la cáscara del cereal serán alimento para los animales “de casa”, compañeros y mitigadores de tanta fatiga.
     El sol, apenas asomado en el balcón del horizonte levantino, marca el comienzo de un trajín que durará hasta que el astro rey se hunda en los sótanos de la noche.  Y con frecuencia será la luna y las estrellas quienes alumbren los caminos, por los que hombres y bestias transportarán los fajos de mies a la era para la trilla.  Allí les fornigues harán también acopio de provisiones.
     Bajo los rayos de un inclemente y sofocante sol, con la espalda encorvada o firmes y clavados los pies en el suelo, hombres y mujeres, sosteniendo con manos vigorosas y seguras hoces y guadañas, van dando cuenta de la tarea con inusitado afán.  Aguzado alfalz y bien picada y afilada dalla van cortando los pies de las cabizbajas espigas que, hace bien poco, erguían su esplendoroso verdor altivas y orgullosas.  Los agostés, ¡rediez!  hacían bien su trabajo...
     ¡Y cómo sentaba un trago de cristalina agua del botijo refrescado bajo una arpillera mojada, una raja de melón o de sandía que había permanecido a la sombra de una higuera...!  O al llegar extenuados a casa, unas negras brevas o dulcísimas figues recién sacadas de la bodega...
     Llegada la noche, el hombre descansa al frescor tonificante del airet de la siarra somnoliento o desvelado por la fatiga y la inquietud, rogando que al día siguiente no haya troná y acabe con la mies por segar o con la parva ya extendida en la era....  Pero todos están felices y satisfechos.  Mientras, las mujeres preparan las viandas para el día siguiente y los niños juegan alborozados antes de caer rendidos en brazos de Morfeo.  Porque también ellos han sudado, ayudando durante el día, aunque solo haya sido haciendo ese fantástico y mágico viaje subidos al trill de pedreñera.  En la oscuridad nocturna, bajo un nítido firmamento tachonado de brillantes y titilantes estrellas, algún murciélago o rata empaná, vuela silencioso, sinuoso y rápido como el relámpago, semejando una fugaz sombra.  La cantrella está al balcó,  a la serena...  
     Poco a poco van apareciendo los tristes y mudos rastrojos en espera de la labranza.  Ya está en casa lo blat, la cibá, lo centeno y la avena.
     Cerrará la etapa la Virgen d´Agost  y les festes patronals de San Joaquín.  Son las mistéricas y tradicionales fiestas de la recolección.


 
     Llega el Otoño y el paisaje empieza a despojarse de sus vestiduras alegres y se viste con tonos ocres y marrones, como preparación a ese sueño invernal que pronto llegará, para disponer una nueva resurrección.  La misión está casi cumplida y los ciclos naturales pronto serán sellados...
     Tres son los productos de la tierra, sagrados por exce-lencia, y típicos en Torrevelilla:  Trigo, significativo de pan; uva, significativo de vino y oliva o aceituna, significativo de aceite. Los torradans, desde tempranísima edad, se alimentaron de pan.  Se hicieron adultos y se curtieron con el vino.  Y se robustecieron con el aceite.  ¡Y todavía nos maravillamos de la longevidad de los nativos que permanecen en Torrevelilla...!
     Hay dos líquidos naturales que, desde tiempos ancestrales, han estado y están presentes en casi todas las culturas y religiones:  Uno es el agua, elemento natural que mana vivificador de la Madre Tierra, y sin el cual no sería posible la vida.  Es el símbolo de la purificación.  El otro es el vino, obtenido por el hombre tras provocar la fermentación de los azúcares y otras substancias de la uva.  Es el símbolo de la transmutación, de la transubstanciación, de la metamórfosis de lo humano en divino...
     Se cuenta que habían dos hombres y uno de ellos decía:
     - ¡Qué buena es el agua!  ¡Qué refrescante y beneficiosa!  ¡Algo tendrá cuando la bendicen...!
     A lo que el otro argüía:
     - ¡Sí, pero al vino lo consagran...!
     Atrás quedaron las labores de poda y la penosa tarea de cavar la viña azada de ganchos en ristre, dejándose el espinazo entre las cepas.  Ahora habría que agacharse, levantarse y volverse a agachar una y mil veces, navaja o cuchillo en  mano, para robar los negros o cerúleos racimos o raims a la vid.  Transportar las cestas rebosantes de melosas uvas a “les banastes”, estrujarlas bailando una mágica danza sobre ellas con los pies descalzos o machacándolas con “los pisons”, fermentar la pulpa, prensar y obtener así el preciado y oloroso zumo rojo negruzco...  “¡Lo vi...!”.  Pa en ví y zucre...
     Aún hay otro fruto otoñal inapreciable que forma parte del núcleo vital dels torradans.  Acorazonado, también adopta la forma de un ojo avizor,  vigila la dieta gastronómica plural y energética.  Nos referimos a la almendra, a la bendita armela, “punta de lanza” en la alimentación.
     La salsa de almendra, los armelats, les saboyanes, lo mazapá.  Vuelve el vareo con la batolla, la pleitesía al árbol con las rodillas hincadas en el duro y áspero suelo, sintiendo cómo las guijarros se clavan en las rodillas.
     Los  collados y  vaguadas de la sierra poblada de pinos, carrascas y cosco-jos, si lo temps acompañe, son pródigos en setas, visibles u ocultas, que hay que saber encontrar con detectivesca pericia.  Los robellons, los babosos, les crualdes  y los pebrazos, han sido siempre los especímenes de bolets más abundantes en Torrevelilla.   Se guardará celosamente el secreto del lugar exacto donde se ha hecho substancioso acopio de ellos, sobretodo si se trata de robellons o de babosos.  ¡Babosos!, el oloroso y sabrosísimo champiñón silvestre que corrientemente crece tumultuario en yacimientos llamados baboseras.
     Cual guirnaldas o collares -rosaris- cuelgan luego, adornando ventanas y balcones para secarlos o deshidratarlos y, más adelante una vez hidratados de muevo, condimentar con ellos los más exquisitos y nutritivos platos.


 
     Aplegue l´inviarn y la Naturaleza comienza a dormir, a paralizarse.  La tierra duerme el sueño de la fecundación y los árboles, despojados ya de sus hojas, detienen el torrente vivificador de su savia hasta la Primavera.
     Los campos y los tejados se revestirán en breve de albura con las fuertes escarchas matutinas, en les rosais, y con las nieves que suelen ser copiosas en aquellos años.  El paisaje se ocultará tras el sudario de la fría niebla, la boira, tan espesa que en más de una ocasión hará exclamar: ¡se pot tallá...!.  La cruzarán bandadas de aves comedoras de olivas: estornells y tordelles.
     Pero los torradans ni duermen ni se paran ni hibernan.  Antes han sudado copiosamente y ahora tiritarán de frío en el silencio campestre y sufrirán con jobiana
paciencia el escozor y el desasosiego, en manos y pies, de los molestísimos sabañons.
     El oro líquido espera impaciente enquistado en las olivas que, cual negras lágrimas de azabache, cuelgan de las ramas de los olivos.
     L´oli d´oliva...  Su magia ungió al ser humano a través de los siglos: cuando abrazó la religión, cuando va a dejar la carne, cuando ciñó la corona real o imperial, cuando accedió al sacerdocio...  También aquellos campesinos intuyen que su labor tiene mucho que ver con el sacerdocio, o lo es ya por derecho propio. 
     El aceite de oliva es saludable medicina natural de múltiples usos.  Alumbra lo humano y lo divino.  Tiene excelentes propiedades alimenticias sin parangón y sus aplicaciones culinarias son casi infinitas.  ¡Ah les llesques de pa torrat al caliu, en all restregat y oli...! (Ah rebanadas de pan tostado a las brasas del fuego, con ajo restregado y aceite de oliva).
     Simplemente, ¿quién no ha probado las olivas negras en parreta, mortes pel fret  y adobais en sal o simplemente vives, recién cogidas, asadas en las brasas de una hoguera de lleña d´olivera?.  Si alguien no las ha catado, no sabe lo que se pierde, pues son en verdad “un manjar de dioses” en cualquiera de las tres modalidades.  Sobretodo si se acompañan de un cantet de pa, de sabroso y nutritivo pan de trigo, y se riegan con un recio vino tinto, bebido en bota, en carratell o en porró.  Y no olvidemos la golosa voluptuosidad de las olivas verdes, zanceres o chafais.
     Allá en el campo, subido en una larga escalera de palillos, un hombre varea el olivo y unas mujeres a su pié, postradas de rodillas cual si una muda y humilde plegaria elevaran al Cielo, ateridas por el frío y la humedad, van recogiendo uno a uno, como si piedras preciosas fuesen, los frutos que caen fuera de los paños extendidos, de les borraces, o que antes de su llegada, se habían soltado del olivo.
     A todos les calienta por dentro la satisfacción y el negro vino tinto; por fuera la hoguera permanentemente encendida, como un mudo centinela, y los débiles y fugaces rayos del sol invernal.  Les da fuerzas y les enardece el canto de la jota, de su jota..., como si de un himno de batalla se tratara,
     Luego vendrá la vespertina o nocturna labor de separar las hojas y palitos con el aventadó.
     Les olives cha están llimples y baixais al molí...  Han tomado su reconfortante cena y un buen trozo de oliosa para reponer vitaminas y calorías. 
     Ya están en casa de unos vecinos, de unos amigos o de unos familiares, que a fin de cuentas es lo mismo.  El embrujo de la larga noche invernal les envuelve y al mágico, misterioso y sedante amor del fuego la mente se abrirá y se hará más receptiva.  Tras el análisis de la jornada irán desgranando historias, cuentos y leyendas subyugantes, o de fantasmas, o de humor....  Hablarán también de ancestrales costumbres...  Es la hora de la escuela de nocturna tradición.  Se hacen planes, se dan y piden consejos, se llega a acuerdos...  Sin duda esas veladas son uno de los prodigiosos pilares fundamentales que hicieron eterna a Torrevelilla.
     Luego se marcharán con un: “hasta demá, bona nit”, a lo que alguien responderá: “totes le pulces al teu melic y la mes menuda com lo dit”. (todas las jugadas a bu ombligo) Y aún añadirá: “pero com lo dit polde”. (pero como el dedo pulgar).
     Y así han pasado las cuatro estaciones en Torrevelilla; y quienes vinieron de fuera para reforzar las peonadas, al finalizar la campaña se despedirán con un: ¡Hasta l´añ que ve!.  (hasta el año que viene) Tal despedida será sellada, otra vez, con un abrazo o con un apretón de manos y con un ¡si Deu vol y tenim salut!. (Si Dios quiere y tenemos salud).
 Atrás quedarán los buenos y malos ratos. Y las añoranzas y los recuerdos llegarán con la misma cadencia que los pasos de  hombres y caballerías que se alejan.

Manuel Jesús Martínez Fabón
Febrero de 1995

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