¿QUIÉN SE ESTÁ EQUIVOCANDO?
El verano de 1947, con tan solo catorce años, mis padres me mandaron a estudiar interno a los salesianos de Sarriá, en Barcelona. Yo y otro chiquet éramos los primeros en salir del pueblo después de la guerra, y por esa razón debíamos considerarnos unos auténticos privilegiados. Años después, otros muchos siguieron nuestro mismo camino.
Aunque suene falso, lo cierto es que en aquella época nadie en la escuela hablaba de política. Las palabras se utilizaban para hablar de fútbol, cine, estudios y sobre todo, para imaginar el futuro. En aquellos años descubrí que hablando mí chapurreao pueblerino podía entenderme con mis compañeros catalanes. Ellos, sin ironía ninguna, corregían mis defectos y me enseñaban a hablarlo correctamente. No le di más importancia. Tan sólo recuerdo que entonces pensé que lo más lógico era que si estaba en Cataluña debía hablar y aprender el catalán. Al fin y al cabo mi futuro comenzaba en aquel lugar.
Cuando en vacaciones regresaba a mi pueblo escuchaba en la palabra de muchos de mis amigos el deseo de poder hacer lo mismo que yo. Marcharse, abandonar, huir. Lo veían como algo inevitable. Lo mejor que podían hacer. Pero hubo que esperar a la década de los sesenta para que se produjera esa emigración masiva que dejó a muchos pueblos de Aragón llenos de añoranzas y habitaciones vacías. Mientras ese momento llegaba la mayor preocupación de los que vivían en sus pueblos era trabajar, comer, subsistir y esperar. Cuando uno tiene el estomago vacío no puede pensar en otra cosa que en llenarlo. Lo demás, esas preguntas trascendentes sobre lo que somos, lo que hablamos y lo que sentimos, se hacen siempre con el estómago lleno. En aquella época en Aragón nadie se hacía preguntas sobre lo que hablaba porque la palabra no tenía ningún valor, la palabra se utilizaba simplemente para comunicarse. Las preguntas eran todas sobre lo mismo, se hacían siempre para tratar de despejar la angustiosa incógnita del mañana y su incertidumbre, nunca sobre la palabra del presente. El presente era un tiempo estrecho y escaso del que se quería huir poniendo la esperanza en el futuro.
Comprendo que muchos aragoneses tuvieran conciencia de la insignificancia, la inferioridad y la pequeñez de su pueblo cuando se enfrentaron por vez primera al imponente espectáculo de una Barcelona vista desde lo alto del Tibidabo. Comprendo que ante el regalo de la prosperidad y el sueño cumplido de la riqueza que aquella ciudad les entregó en los años venideros pensaran que la palabra de su pueblo no valía nada. Ni tan siquiera el orgullo de conservarla y transmitírsela a sus hijos. Así que resultó muy sencillo desprenderse de ella, dejarse arrastrar por la corriente.
Todo el atraso, la miseria y la vergüenza que traíamos con nosotros se tenían que dejar atrás. El pueblo, su imagen y sus símbolos tenían la derrota garantizada ante la gran ciudad. Ni siquiera se planteó la lucha. La rendición fue absoluta y sin condiciones. Desde ese momento el pueblo se convirtió en un lugar al que tan solo se podía volver para mostrar a los demás el signo de haber convertido el sueño en realidad: el coche, la buena ropa, el dinero en el bolsillo. Todo lo que el pueblo nos había negado.
Cuando tienes que vender tu casa y tus pocas tierras para marchar y no te queda nada por lo que volver no puedes mirar atrás. Cuando lo único a lo que se tiene que renunciar es a la miseria y a la escasez resulta fácil desprenderse de ellas. Cuando un lugar distinto al que perteneces te entrega el futuro perfecto resulta fácil renunciar al pasado imperfecto, olvidar sin remordimiento y sin lucha ese otro yo indeseable e inútil. Cuando se es pequeño resulta fácil admirar al grande.
Esa es la conciencia del emigrante, la moral del olvido, la palabra que desaparece con la muerte. Los hijos que pertenecen a otro lugar. Esa ha sido, durante años, la conciencia y el destino de muchos aragoneses.
Y ahora resulta que después de décadas de emigración y venta, regresos y nostalgias, se quiere regalar lo que todavía es nuestro, lo que nos queda de lo que fuimos, de lo que somos todavía. Ahora resulta que la palabra de los hombres que decidieron resistir y quedarse en Aragón no vale nada. Que un acento parecido, un entender la palabra ajena es razón suficiente para renunciar a un patrimonio.
Resulta increíble que la palabra de los que siguen hoy, como hace más de sesenta años, hablando en sus calles, plazas y hogares, quiera ser ignorada por un partido político aragonés. Que la voluntad de los aragoneses se desprecie porque para unos pocos sea ignorante, mal hablada y anárquica.
Cuando en el año 1995 nos preguntaron cómo denominamos nuestra palabra propia un 90% dijimos que lo que hablamos no es catalán. Creo que esa inmensa mayoría merece ser respetada. Pero no, la izquierda nacionalista aragonesa la desprecia porque no coincide con su voluntad política y quiere, por encima de nosotros, imponer su criterio lingüístico, ese que dice que en esta parte de Aragón tenemos que hablar catalán por ley.
¿Nos merecemos algo así? ¿No resulta injusto, irracional, frustrante y mezquino semejante comportamiento? Nuestra palabra no pertenece a ningún partido político, a ninguna ideología, no debe ser entregado a nadie más que a la manifiesta voluntad de sus hablantes. Los aragoneses del Aragón oriental no necesitamos que nadie venga ahora a decirnos lo que hablamos, ya lo hemos dicho con orgullo: chapurreao, fragatí, maellá, lliterá, aguaivano. Aragonés siempre. ¿Quién se está equivocando?
Luis Borrás Dolz
Asociació Cultural Lliterana “Lo Timó”
La Llitera (Huesca)
Enero-Junio 2006
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