EL ABUELO. El inventario - Jesús Martínez Fabón (Torrevelilla)
Aquel día lo vi distinto. Tenia la mirada enfocada en lo distante, pienso que estaba ausente. Su rostro más pálido de lo normal, hacía pensar en muchas y preocupantes cosas.
Imagino ahora que, tal vez, podría ser uno de esos días en los se piensa que va a ser el último de su vida.
Un otoñal rayo de luz, que penetraba a través de los cristales del ventanal del salón, iluminaba su triste figura.
Me aproximé silenciosamente por la espalda y cariñosamente, con una sonrisa en el rostro, como si pudiera verme, y le dije:
-!Buen día yayo!
El abuelo permaneció en silencio. Como si no quisiera abandonar sus pensamientos, las imágenes proyectadas en la pantalla de su mente. Sabía que gozaba de un oído excelente y por tanto me había oído.
Tomé una silla y me senté junto a su sillón. Le besé la frente. Una muestra de cariño y la búsqueda de una subida de temperatura. Cuál no sería mi sorpresa al comprobar que estaba frío como el mármol. Con una tibia gelidez que sólo alcanzaban los cadáveres al poco tiempo de expirar.
Permanecí en silencio. Respetuosamente callado.
Después de un misterioso e interminable instante, exclamo quedamente, con voz entrecortada y como en un susurro:
-!Hoy es día de inventario hijo!. Aunque, a decir verdad, hace mucho, pero mucho tiempo que comencé a hacerlo.
- ¿Inventario? - Pregunte sorprendido.
-Si. El inventario de cosas perdidas. Llega un momento en la vida en la que el hombre se arrepiente más de lo que no ha hecho que de lo que ha hecho. Empieza a hacer el equipaje que presentará ante Dios cuando sea su voluntad llamarle para juzgarle.
Me contestó con cierta energía. No sé si con tristeza o con alegria: Con el mismo enigmático tono emotivo y emocionante prosiguió:
-En el lugar donde nací, las montanas quiebran al cielo como monstruosas presencias cortantes. Siempre tuve deseos de escalar la mas alta. Nunca lo hice, no tuve el tiempo ni la voluntad suficiente para sobreponerme a mi inercia existencial. Recuerdo también a Jacinta, aquella chica que amé en silencio por cuatro años, hasta que un día se marcho del pueblo. ¿Sabes algo? También estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios. Mis padres y mis abuelos trabajaron duramente, privándose hasta de lo más preciso, con el único objetivo de darme una educación que me permitiera llevar una vida diferente y mejor a la de ellos. !Tantas cosas no concluidas, tantos amores no declarados, tantas oportunidades perdidas, tantos deseos sin realizar!
Luego, su mirada se hundió más en el vació y se humedecieron sus ojos. Continuó:
- En los treinta anos que estuve casado con Rita, tu desaparecida abuela, creo que solo cuatro o cinco veces le dije "te amo". Siempre estaba fuera de casa por el maldito pluriempleo, para dar de comer a mi familia, desatendiendo lo más perentorio de la educación de los hijos. Pocas veces me ocupé de jugar con ellos. El mundo en el que me tocó desenvolverme, como a casi todos, me hizo cambiar el corazón por el cerebro. El instinto de supervivencia así lo mandaba. El que no lo hacía, era pasto de las más dolorosas asechanzas de lo demás.
Tras un breve silencio, pareció regresar de su viaje mental y mirándome a los ojos me dijo:
-Este es mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A ti sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo.
Después, con cierta alegría en el rostro, continuo con entusiasmo y casi divertido:
- ¿Sabes qué he descubierto en estos días?
- ¿Qué yayo?
Aguardo unos segundos y no contestó, solo me interrogó:
- ¿Cual es el pecado mas grande en la vida de un hombre?
La pregunta me sorprendió y solo atiné a decir con titubeante inseguridad::
- No lo he pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y desearle mal. ¿Tener malos pensamientos? Los malos pensamientos inducen a cometer malas acciones.
Su cara reflejaba negativa. Me miro intensamente, como remarcándome el momento, y en tono firme y grave me señaló:
- El pecado más grande en la vida de un ser humano es el de omision. Y lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas. Es consecuencia de sustituir el corazón por el cerebro. No escuchar la voz de la conciencia que, al fin y al cabo, es la voz de Dios, que nos dicta ese Ángel de la Guarda que nos enseñaron a conocer siendo niños. Un ser que olvidamos por completo y, aún más, dejamos de creer en él. Sin embargo ahora reclamamos su protección y consejo.
Al día siguiente regresé temprano a casa. El abuelo había fallecido hacía unos instantes. Un indescriptible dolor me cruzó el alma de parte aparte y me ahogó la garganta. Verdaderamente era el último día de su terrenal existencia.
Le di un beso en la frente que me recordó aquella frialdad marmórea del último beso que le diera en vida.
Ahora ya le sobraba tiempo. Tenía todo un tiempo sin tiempo para cumplir sus afanes, deseos y desvelos..
Después del entierro del abuelo me puse a realizar urgentemente mi propio inventario las cosas perdidas...
Ahora pienso, ¿Para qué esperar a hacer el inventario de cosas perdidas?. ¿No es mejor, también, hacer el inventario de cosas ganadas? Es lo que equilibrará la balanza en ese juicio al que se refería mi yayo.. De cualquier manera pienso que el abuelo habrá ganado el pleito ante Dios. El abogado defensor, su Ángel de la Guarda, que le acompañó toda la vida en la tierra, las habrá expuesto al tribunal.
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